Por Celso Júlio da Silva LC
Desde hace algunos meses el mundo tiene hambre de Eucaristía. En algunos países ya se reabren las iglesias siguiendo las indicaciones de las autoridades. En otros, en cambio, prevalece todavía la esperanza de poder volver a la normalidad. Resuena en ambas situaciones la antigua frase de un cristiano anónimo del norte de África, al haber sido sorprendido en su casa por unos soldados romanos durante la celebración eucarística: sine dominico non possumus! Algunos traducen esta expresión como “sin el domingo no podemos vivir”. En cambio la traducción correcta es: “sin el Señor Jesucristo no podemos vivir”.
Históricamente la adoración al Cuerpo y la Sangre del Señor había sido propuesta por inspiración divina por Santa Juliana de Mont Cornillón en Bélgica. Ya en el siglo XIII ocurrió un milagro en Bolsena. Un sacerdote que dudaba de la presencia real de Cristo en la Eucaristía recibió la gracia particular de ver en sus manos la hostia convirtiéndose en carne. A partir de aquel acontecimiento maravilloso el Papa Urbano IV instituye oficialmente con la bula Transiturus dicha solemnidad en toda la Iglesia.
Urbano IV encarga a San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino de escribir el oficio de lecturas en honor al Santísimo Sacramento. Mientras el papa recitaba lo que había compuesto el Aquinate, San Buenaventura rasgaba lo que había escrito, pues humildemente reconocía que lo que había escrito Santo Tomás era de un valor incomparable. Muchos de estos himnos aún se conservan y se cantan en nuestras iglesias y son acordes de resonancias eternas que se dirigen hacia el misterio de Dios en la Eucaristía.
La Eucaristía es la presencia real de Jesucristo en medio de su Iglesia y del mundo. Allí nuestra alma se acerca siempre con espíritu de adoración porque si en la cruz se escondía la divinidad del Verbo de Dios, ahora en la Eucaristía se esconde también la humanidad. El gran misterio de Cristo en la Eucaristía entraña un revelarse que cuanto más se desvela a nosotros más se oculta.
El que cree se acerca al Misterio para nutrirse en el camino de la vida con el verdadero Maná bajado del Cielo. Manjar celestial preparado en el horno caliente de fe y de amor de María – su vientre maternal-. Remedio de inmortalidad para el alma del hombre peregrino sobre la tierra. “Esto es mi Cuerpo… Esta es mi sangre”. Cristo se nos dio como alimento para el camino hacia el Cielo. Bajo las apariencias del pan y del vino en sustancia está Dios mismo, el Verbo de Dios. Nos dejó su presencia real. Para comprender mejor esto usemos una analogía.
Un papá antes de morir no le dice al hijo entregándole una fotografía: “esta casa que ves aquí es tuya cuando me vaya. Es tu herencia”. El papá ama a su hijo y no le engaña. ¡Le deja la foto, pero también le deja la casa! Del mismo modo, en la Última Cena Cristo no nos dejó sólo un pedazo de pan como significación de su presencia. ¡No! Se dejó a sí mismo en el sacramento de la Eucaristía mientras peregrinamos en este mundo. Y si el camino es pesado, Él nos dice como al profeta Elías, ofreciéndose como Alimento Celestial: “¡toma y come porque el camino es largo!”
Admirable toda la profundización realizada por San Juan Pablo II en Ecclesia de Eucharistia que es una invitación para volver al centro esencial de lo que entraña la santidad dentro de la Iglesia: Cristo Eucaristía. Como los planetas giran alrededor del sol, así nuestras vidas deben girar en torno al Sol sin ocaso de la historia: Cristo. La vida de la Iglesia y de cada cristiano gira entorno a Cristo Eucaristía. Y nuestra debe ser también una conformación continua al gran don de esa Acción de Gracias que es la Santa Misa.
Desde los primeros siglos de la Iglesia los santos nos enseñaron a conformar nuestras vidas con la Santa Eucaristía. Pensemos, por ejemplo, en San Ignacio de Antioquía, Doctor de la Unidad. Deseoso de ser trigo triturado en los dientes de las fieras dio un testimonio valiente y coherente con la fe que profesaba. La santidad comienza con el trato personal y frecuente con Jesús Eucarístico. No se puede dar la vida por alguien a quien no se conoce. Frecuentar la Santa Eucaristía es conocer más a Aquel nos amó primero y dar la vida por Él.
En esta Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo adoremos ese insondable Misterio con gratitud, con amor y con profunda fe. Acerquémonos a la Vida con nuestro corazón. Es edificante constatar que tantas personas echan de menos la Sagrada Comunión durante esta pandemia. El don de la Eucaristía transforme nuestras vidas y que pasemos del cansancio, del miedo, de la incertidumbre a la certeza en la fe de que sólo Cristo es la fuerza para el camino.
Que nuestra fe y nuestra vida se nutran de ése verdadero Pan bajado del Cielo y que no dudemos en conformar todo lo que somos y hacemos con Él. Porque en palabras de San Juan de Brebeuf: Jamás sabrás qué valioso sea Cristo para ti hasta que Él se convierta para ti en cuestión de vida o de muerte.
Finalmente sigamos el consejo que sabiamente nos da San Columbano: “aunque comamos y bebamos al Señor, sintamos sin embargo siempre hambre y sed de Él”.