Luis Alejandro Huesca Cantú, LC
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
¡Señor Jesús, Tú estás aquí, hazme sentir tu presencia! Te pido que aumentes mi fe, creo firmemente que estás aquí. En el silencio escucho tu voz, escucho el susurro de tus palabras.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Marcos 8, 34-9,1
«Y llamando a la gente a que se reuniera con sus discípulos, les dijo: El que quiera venir conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su cruz y entonces me siga. Porque si uno quiere salvar su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por mí y por la buena noticia, la salvará. Y luego, ¿de qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si le falta la vida? Pues ¿qué podrá dar para recobrarla? Además, si uno se avergüenza de mí y de mis palabras entre la gente esa, idólatra y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga con la gloria de su Padre».
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
«¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?» (Mc 8, 36). En los Evangelios aparecen muchas preguntas, pero sin duda, esta pregunta de Cristo penetra particularmente el corazón, entra como un dardo hasta el fondo del corazón. Nos invita a hacer un alto en el camino y a reflexionar por un momento: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?»
Recuerdo que hace algunos años yo admiraba al mayor ganador del ciclismo profesional. Ganó siete veces seguidas el Tour de France. Subía las montañas en su bicicleta más rápido que ningún otro. Los logros de Lance Amstrong eran impresionantes. Había superado un cáncer y continuaba ganando las competiciones. Había conquistado las cimas más altas y parecía que tenía el mundo en sus manos. Al final, la historia no tiene un final feliz. Se había engañado a sí mismo, engañando a los demás. Todos los que lo admirábamos nos llevamos una gran decepción. Lance Amstrong consumía sustancias que le permitían tener más resistencia que sus competidores en el ciclismo. Había ganado el mundo, pero se había perdido a sí mismo.
Pero también están los santos de la puerta de al lado, como llama el Papa Francisco a aquellos que viven el Evangelio a nuestro alrededor. Son los que se han puesto de frente a esta pregunta del Evangelio y han entendido la respuesta. Ser serviciales, ser amables, saludar, hacer pequeños actos de caridad y estar siempre dispuestos a perdonar son las características de los santos de la puerta de al lado. Ellos no salen en las noticias. Y muy probablemente no son famosos en YouTube, pero han descubierto que Cristo los ha ganado, y así han encontrado su lugar aquí en la Tierra y una morada allá en el cielo.
¿Y tú? ¿Ya descubriste al santo de la puerta de al lado? ¿Tú eres ese santo para aquel que vive en la puerta de al lado?
«Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad de la puerta de al lado, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, la clase media de la santidad». (S.S. Francisco, Gaudete et Exultate n. 7).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Salir al encuentro y ayudar alguien que necesite de mí, incluso en cosas sencillas: abrir la puerta, sonreír, saludar, dar las gracias.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.