¿Qué fue de los asesinos de José Sánchez del Río, cristero de 14 años? Un libro lo rastrea
El P. Luis Laureán, LC, originario de Sahuayo, habló con algunos de ellos.
De entre las historias de mártires mexicanos de la persecución de los años 20, probablemente la más estremecedora y que cada vez será más popular es la del adolescente José Sánchez del Río, ejecutado con torturas por los gendarmes a sueldo cuando tenía 14 años. Su martirio se muestra en la película del 2012 Cristiada (For Greater Glory).
El Papa Francisco, en su visita a la catedral de Morelia (México) el pasado 16 de febrero, dijo a los niños del catecismo «Le voy a pedir a Jesús que los haga crecer con mucho amor, con mucho amor, como tenía Él», señalando la imagen de bronce de José Sánchez, quien pronto será canonizado.
José fue un niño que había insistido en sumarse a las fuerzas cristeras siempre por motivos religiosos. Convenció a su madre para que lo dejase marchar sólo cuando dijo: «Nunca ha sido tan fácil ganarse el cielo como ahora».
El 6 de febrero de 1928 las tropas del bando federal lo hicieron prisionero y lo encerraron en la sacristía de la iglesia local, la misma iglesia donde fue bautizado, donde creció en la fe. Lo ejecutaron con torturas el 10 de febrero. La descripción muestra un ensañamiento fanático que parecería fantasía hagiográfica de no estar bien confirmado por muchos testigos. Por desgracia, abundó la crueldad en la persecución anticristiana mexicana de los años 20.
Los detalles de un martirio
En aquellos años, el poder público buscaba esclavizar la conciencia del individuo, que cuando no se doblegaba debía ser ejecutado con suplicios. Al adolescente, los gendarmes le cortaron las plantas de los pies para que sangrase. Con los pies desollados y ensangrentados lo hicieron caminar por las calles de su ciudad, Sahuayo (Michoacán).
Durante el doloroso trayecto, el muchacho no dejó de gritar vivas a Cristo Rey y a la Virgen de Guadalupe, llorando y rezando a la vez. Lo llevaron a la fosa que habían preparado para él y ahí lo acuchillaron varias veces. Uno de sus verdugos, Rafael Gil Martínez «El Zamorano» le preguntó: «¿Qué quieres que le digamos a tus padres?«. El muchacho respondió: «Que Viva Cristo Rey y que en el cielo nos veremos». A continuación «El Zamorano» le disparó detrás de la oreja y acabó con su tortura. Fue beatificado con otros 11 mártires en 2005.
La historia en su contexto social y de fe
El núcleo de la ejecución es tan intenso, que puede hacer olvidar lo principal: quién era José, cómo era el mundo en el que vivía, y cuál era el amor a Dios que lo movió en su corta vida y en su muerte radical. Eso se tenía que narrar con fotos, con testimonios, recorriendo las calles, los lugares, hablando con los testigos, incluso hablando con el ejecutor, el que apretó el gatillo.
Y así lo ha hecho el sacerdote Luis Manuel Laureán, legionario de Cristo, paisano del joven mártir, que da carne y vida al muchacho y su época en el libro de Ediciones De Buena Tinta titulado El Niño Testigo de Cristo Rey.
Poner rostro y alma al verdugo
En la iconografía los verdugos y torturadores no suelen tener rostro, se cubren el rostro. Son anónimos. Para el padre Laureán, autor del libro, no ve a «El Zamorano» como un verdugo anónimo. «Lo conocí en mi niñez y conversé con él en 1994; era mi vecino, barda de por medio. Le escuché alabar a los padres jesuitas por su formación y por los ejercicios espirituales que predicaban; se hizo muy amigo del padre Cuevas», explica en una nota.
«El Zamorano» tuvo buenas tierras y buen ganado, y siempre se negó a hablar de las ejecuciones, sólo a veces hablaba de alguna batalla que ganó con los federales. Intentaba ser aceptado por sus vecinos, permitió la primera comunión de su hijo (una foto en el libro lo recoge)… pero todo el pueblo sabía que él mató al niño mártir.
Otro de los ejecutores, al que llamaban «La Aguada», también fue conocido por el autor. «A mis once años lo vi liarse a tiros con un señor que apodaban el Barzón, en la calle Victoria, a tres calles de la plaza. Resultó herido en la ingle y su contrincante escapó ileso. En 1994 lo encontré ya muy desmejorado y pidiendo unos pesos de limosna», escribe el P. Laureán.
Este «Aguada» y su esposa Sara hablaron de aquellos años en una larga entrevista en 1996, recogida por Alfredo Hernández Quesada, fundador del Museo Cristero, entrevista que el libro del P. Laureán recoge. «La Aguada» rebajaba su papel en la época: colgaba cristeros, sí, pero no violaba mujeres, eso lo hacían los otros compañeros. «Convirtieron los templos en burdeles. Ahí metían viejas, metíamos viejas y metíamos todo, y hacían… y de mí se burlaban porque yo no hacía, yo no quería hacer cosas…».
Pero la señora Sara sabía que su marido y sus tropas hicieron cosas horribles, y pensaba que quizá por ello todo les fue mal en la vida, y también a sus hijos, y la gente les ha señalado. «Yo digo: Dios mío, no eres vengativo pero sí eres justo», dice ella. Aguada reconoce que él tenía 20 años, robaba y acusaba de sus robos a los cristeros.
El arrepentimiento de los torturadores
El P. Laureán explica, finalmente: «Casi todos los verdugos se arrepintieron. Al Zamorano se le veía en la iglesia. A la pregunta de si participó en la muerte de José Sánchez del Río respondía con un silencio tenso y doloroso, que indicaba su astucia y tal vez su sincero arrepentimiento. La Aguada se mostró dolido del mal que había hecho. En sus últimos años daba pena verlo, sus facultades mentales quedaron muy disminuidas. Algo semejante sucedió con la Pispirria, hermano de la Aguada, con los Gutiérrez o Borregos, con Eufemio la Chiscuaza, y el Malpola, al que algunos atribuyen las cortaduras en las plantas de los pies».
¿Y qué pasó con Picazo, que era el cacique de la región, el que mandaba y dirigía las atrocidades contra los cristeros? Laureán considera que era un hombre valiente, pero a la vez soberbio y vengativo y nunca dio muestras de arrepentimiento, aunque costeaba el sostenimiento del convento de adoratrices donde tenía dos hermanas. Muchos le odiaban y fue asesinado de un disparo en 1931 en un litigio sobre tierras. Sus hijos dicen que un sacerdote acudió rápido y le ayudó a morir bien. Muchos consideran que fue obra de la intercesión celestial del beato José, que había sido ahijado suyo. Melecio Picazo, hijo del cacique, es sacerdote misionero del Espíritu Santo. Su esposa crió a los hijos en la fe y con buen corazón.
Sangre de mártires, semilla de cristianos
La persecución cristiana de los años 20, con miles de muertos, iglesias profanadas y una guerra civil de por medio, no debilitó la fe de los católicos mexicanos. Por ejemplo, pese a un régimen oficial y militantemente laicista, en el periodo entre 1914 y 1945 el número de religiosas pasó de 1.480 a 8.123. En 1968, las religiosas en México ya eran 22.400.
El P. Laureán muestra que los mártires, como el muchacho José Sánchez, fueron un incentivo para muchas vocaciones. «Yo tenía nueve años y me crucé con José Sánchez. Le pedí seguirlo en su camino, y viéndome tan pequeño me dijo: ´Tú harás cosas que yo no podré llegar a hacer´, y esto determinó mi entrada al sacerdocio», explica por ejemplo el padre Enrique Amezcua, fundador de los Operarios del Reino de Cristo.
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