Joven, yo te lo mando, levántate (Lc 7,11-17)

Evangelio: Lc 7,11-17
En aquel tiempo, Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud. Justamente cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba. Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: «No llores». Después se acercó y tocó el féretro. Los que los llevaban se detuvieron y Jesús dijo: «Joven, yo te lo ordeno, levántate». El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre. Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: «Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo». El rumor de lo que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en toda la región vecina.

Fruto: Permitir que Dios transforme mi corazón, mis pensamientos, mis acciones, para que sean reflejo de los valores del Evangelio.

Pautas para la reflexión:
Jesucristo se compadece de una mujer y resucita a su hijo. Es de notarse que no es la mujer quien acude a pedir el milagro, ni alguien que haya intercedido pidiéndolo. Es Jesús mismo quien se compadece, mira el sufrimiento y su corazón salta de inmediato para remediarlo. La muerte no tiene poder sobre Dios. La muerte es ausencia de vida. Jesús es el camino, la verdad y la vida. ¿Cuántas personas van caminando por la vida muertas en su corazón, en su espíritu?

1. El Señor se conmovió y le dijo: «No llores»
Jesús siempre está a nuestro lado. No importa lo que hagamos, Él no se aleja, está ahí. Con nuestro pecado nosotros lo alejamos, le damos un empujón diciéndole «no te quiero aquí». Pero Él se compadece de nuestras miserias. Nos ha pasado, sin duda, que después de alejarnos de Dios nos sentimos vacíos y cuando regresamos a Él recobramos esa paz interior que sólo Él sabe dar. Pero ¿acaso no conocemos personas que hoy en día viven como si Dios no fuese importante para sus vidas? Se escucha decir: «No necesito a Dios». Y Él se compadece. Que esta muestra de compasión de Jesús sea un aliciente constante para no querer dejarlo nunca.

2. Yo te lo ordeno, levántate
Sólo Dios tiene el poder de restaurar una vida perdida, sólo Él tiene la autoridad de detener la muerte, sólo Él es dueño de la vida. A veces los seres humanos jugamos a ser dioses, y llegamos a caer muy bajo en el abismo de la destrucción. Se destruyen vidas: en el seno materno, en la sociedad misma, incluso esa destrucción silenciosa que va matando el alma de las personas mientras se alejan del Creador. Sólo Dios tiene la autoridad para mostrarnos el camino correcto (que no siempre resulta ser el camino «conveniente»). Y así, como en aquella circunstancia ordena al joven regresar a la vida, así también a nosotros nos pide que no nos dejemos llevar por la corriente relativista de nuestra época. Nos pide con insistencia: ¡Levántate! ¡No te dejes sacrificar por tantas tendencias inhumanas! ¡Levántate!

3. Dios ha visitado a su pueblo
La constatación de la presencia de Dios en Israel hizo que vivieran su ley como la identidad propia de los ciudadanos. Era el pueblo «de» Dios. Cuando recibimos el bautismo, nos hacemos propiedad de Dios también, somos templos vivos del Espíritu Santo; pero en el cristianismo, en general, se echa de menos esta identidad: saberse de Cristo. ¡Yo soy de Cristo! Y todo aquello que me aleje de Cristo no es para mí. ¡Qué diferente sería todo! ¿O no?

Propósito: Identificar todo aquello que me separa de Dios y cortar tajantemente con eso.

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