Si quieres, puedes curarme (Mc 1,40-45)

Evangelio: Mc 1,40-45
Se acercó a Jesús un leproso y le suplicó de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme». Jesús, compadecido, extendió la mano, lo tocó y le dijo: «¡Quiero, queda limpio!». Inmediatamente le desapareció la lepra y quedó limpio. Al despedirlo, Jesús le mandó con severidad: «No se lo digas a nadie; vete, preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les conste que has quedado sano». Él, sin embargo, tan pronto como se fue, comenzó a divulgar entusiasmado lo ocurrido, de modo que Jesús no podía ya entrar abiertamente en ninguna ciudad. Tenía que quedarse fuera, en lugares solitarios, y aún así seguían acudiendo a él de todas partes.

Fruto: Descubrir la mano de Dios que actúa en mi vida, en mi día a día y repetir en la oración: Señor, si quieres, puedes curarme.

Pautas para la reflexión
«Dios se revela al hombre a través de obras y palabras». Con esta frase, la constitución Dei Verbum, del Vaticano II, nos describe el modo como Dios se nos hace presente en los grandes momentos de la historia de la salvación, y en los momentos sencillos y cotidianos de la historia de nuestra vida.

1. Jesús obra con palabras
En diversos momentos, el evangelista nos presenta a Jesús como un gran predicador: empieza a hablar de las grandezas del Reino de Dios, y los que le escuchan se olvidan hasta de comer. Recordemos, por ejemplo, las dos multiplicaciones de los panes. Sus seguidores, y hasta sus mismos enemigos, reconocen que jamás hombre alguno habló como este hombre. La predicación de Jesús tiene algo especial; llama la atención. En muchas curaciones, como es el caso del evangelio de hoy, Jesús cura con su palabra. Habla y el enfermo queda limpio. Basta un quiero de Jesús para que se realice el milagro. Pero ordinariamente, ese quiero es una respuesta. Primero el leproso se acerca, humildemente reconoce la necesidad de Dios, y pide: si quieres. Como respuesta, Jesús, el mejor médico, lo curó.

2. Jesús realiza actos concretos
Este evangelio nos muestra un detalle interesante en el modo de obrar del Maestro: además de hablar, de pronunciar su quiero, realiza un acto: toca al leproso. En el mundo judío de aquella época, el leproso era considerado un gran pecador, la lepra era considerada como la traducción del castigo de Dios por un pecado cometido. Esta enfermedad contagiosa y grave en aquella época tenía así una connotación mucho más negativa. Ser leproso significaba vivir discriminado, fuera de la ciudad, sin contacto con nadie, y con una campanilla al cuello, para que se le pudiese escuchar si se acercaba a alguien. El Maestro va más allá de los estereotipos de aquella sociedad. El leproso es una persona, un necesitado de amor y de curación, y precisamente Él ha venido a salvar a los más necesitados, además de que el leproso se le acercó con mucha humildad, no le exige, no le indica, le dice «si quieres». Por eso toca al leproso, le transmite su amor no sólo de palabra, ni de palabra poderosa, como era la suya, sino también con una acto concreto.

3. ¿Quién escucha mi Mensaje?
Jesús habla bien, y por eso el pueblo le sigue con gusto, y obra el bien, y por eso el pueblo le tiene simpatía. Pero para ser verdadero discípulo suyo, verdadero cristiano, no basta el oírle con agrado y tenerle simpatía; hay que dar un paso más: escucharle como quien es, es decir, como Mesías, como Dios y Señor de nuestra vida. Este escucharle con el corazón implica escuchar su palabra, que se nos da en la Sagrada Escritura, en los sacramentos, en los consejos de un sacerdote o de una persona de buena voluntad, y en tantas otras circunstancias en las que Dios se nos comunica. Guardemos silencio en nuestro interior para escuchar esa suave voz de Cristo, que habla a nuestra conciencia. Después, dejémonos tocar por su amor, descubramos su mano amorosa en los acontecimientos de la vida diaria: el llanto de nuestro hijo pequeño también nos puede hablar de Dios, una rostro enojado que encontramos en el trabajo o en el colegio, un malentendido, o también un rato agradable de convivencia con los amigos, una comida familiar… Dios está ahí, pidiendo quizá comprensión, ayuda, empatía. Si Dios está en todas partes, ¿por qué no descubrirle también en los buenos momentos de nuestra vida? Y por último, abramos nuestro corazón a lo que él nos pide, escuchémosle como un niño pequeño escucha a su mamá, con la seguridad de que Él quiere lo mejor para nosotros.

Propósito: Me esforzaré por descubrir a Dios en las actividades de mi día.

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